Opinion — 8 junio, 2017

El valor de los jueces en un sistema democrático

Por

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Eddie Cóndor Chuquiruna

Cuando nos referimos a la democracia, no sólo aludimos a la elección periódica y alternada de autoridades o al respeto a la Constitución y los derechos fundamentales, sino también al buen funcionamiento de las instituciones. En un absolutismo el funcionamiento se encamina a la eficiencia administrativa. En una democracia, tal eficiencia es insuficiente, pues se espera algunos otros atributos sustanciales. En el Sistema Judicial estas cualidades serían su independencia frente a otros poderes estatales o económicos, la transparencia, predictibilidad y probidad en el ejercicio de las funciones de los jueces y el respeto del debido proceso. En una dictadura tales atributos son impensables, pues de lo que se trata es de ocultar, manipular, torcer el Derecho, apelar a la fuerza y corromper, sea a través de sobornos o con amenazas.

El papel social del juez en una democracia es, por tanto, coherente con los valores que la sustentan. Tales valores deben ser, esencial sustento que informe, por ejemplo, las normas procedimentales. Si no es así, las leyes procesales son cuestionables por discordar con la Constitución, el Derecho Internacional y el sistema democrático.

En una democracia, la aplicación de la justicia debe seguir la línea que se desprende de esos valores, y son los ciudadanos quienes tienen la obligación, correlativa a sus propios derechos de pertenencia a la comunidad política, de defenderla. La ciudadanía impone el deber de defender la democracia y, subsecuentemente, el funcionamiento democrático de la justicia. Pero la comunidad política democrática no sólo la componen los individuos, también las instituciones privadas y públicas. De esa pertenencia al sistema es que nace el imperativo de todos de defender la Constitución, el estado de Derecho, la independencia de poderes, entre otros. No se puede hablar de pertenencia sin compromiso.

Una sociedad democrática en la que sus juristas y libertarios esconden la voz, es una sociedad de siervos. El genuino coraje pertenece a aquél que defiende la justicia democrática porque tiene las herramientas académicas e intelectuales para hacerlo. Los jueces tienen la academia, son quienes dictan el Derecho e interpretan las normas. Por lo tanto, figuran entre los actores que más conocen y más fundamentos tienen para promover y defender los valores democráticos.

Pero como en todo ámbito, no hay voz primera ni segunda que se alce contra la injusticia del sistema sin liderazgos. Un juez tiene la capacidad para distinguir las malas leyes del procedimiento, o las presiones exteriores a la majestad de ser el dador de justicia. De allí la necesidad de promover líderes en el Sistema de Justicia, en la línea de propugnar los cambios que el mandato constitucional exige; pero quienes deben tomar las riendas de ese cambio, en la perspectiva del funcionamiento democrático, deben ser los propios jueces. Por lo demás, los cambios que no tienen como fin esencial el principio y el valor cabal de la justicia, fenecen con las coyunturas. Este razonamiento vale para la reforma de cualquier Sistema Judicial en cualquier parte del mundo.

Se trata de evitar perniciosas intromisiones y que los objetivos democráticos de la justicia no se pierdan entre los objetivos de los otros poderes del Estado.

La justicia democrática que reclamamos y debemos reclamar en toda instancia, es aquella que resulta efectiva en su papel de cumplir la Constitución y las leyes. Lo demás es sólo una democracia que se sostiene en una delgada página de papel: endeble, aérea, cuando no irreal.


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